Pero
vayamos al momento en que el individuo fallecía. Sabemos que la manera
de morir era factor fundamental para el destino que se deparaba a la
esencia del difunto. Estos destinos eran cuatro lugares. El primero,
conocido como la casa o cielo del sol, estaba destinado a los guerreros
muertos en combate o capturados para el sacrificio, así como a las
mujeres muertas durante el proceso del primer parto, mismo que se
consideraba un combate y por lo tanto a estas mujeres se les tenía como
mujeres valientes, como guerreras. El Tlalocan, lugar de constante
verano donde las plantas siempre estaban verdes, se destinaba a todos
aquellos que morían en relación con el agua. El Mictlan era el sitio
adonde iban los que morían de cualquier otra forma de muerte no asociada
a la guerra ni al agua. En el Chichihualcuauhco, donde residían los
niños muertos prematuramente, un árbol nodriza amamantaba a éstos hasta
que se les destinaba a volver a nacer.
En la imagen: los
fallecidos llevaban un perrito de pelo rojizo con un collar de fibras de
algodón sin hilar para que los ayudara a pasar, nadando encima del
perro, un río que estaba en el inframundo llamado apanohuaya, “el paso
del agua”. El perro guiaba a los muertos hasta el “lugar sin orificio
para que salga el humo” o inframundo, donde habitaba Mictlantecuhtli,
“señor de los muertos”. (Un perro guía a un difunto ante
Mictlantecuhtli. “Códice Laud”, lám. 26. Reprografía: M.A. Pacheco /
Raíces)
Eduardo Matos Moctezuma, “La muerte entre los mexicas”, Arqueología Mexicana Edición Especial 52.
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